A la edad de 94 años murió en Armenia Tulia Rendón Guzmán, conocida como La Ñata Tulia, la mujer que regentara durante más de cincuenta años la más famosa casa de ‘citas’ de la región del Quindío. Por su casa, y por su lecho, pasaron los más famosos hombres de la política, la economía cafetera, el gobierno, el poder judicial y ciudadano de Armenia. En mayo de 2003, Tulia Rendón le contó su historia al periodista Miguel Ángel Rojas Arias, texto que reproducimos hoy en toda su extensión en El Quindiano
La Ñata Tulia
Por Miguel Ángel Rojas Arias
Esa mañana, cuando las campanas sonaron en La Candelaria, mientras Julio de los Ríos roncaba en medio de un vaho de licor, Tulia ya estaba sentada en una banca de madera de un bus de la empresa Socoltran con destino a su casa en un pueblo nuevo de los riscos de viento del Quindío.
Ese 25 de julio de 1941 estaba cumpliendo dieciséis años. Lo esperó toda la noche con la libido subida, saboreando un ron añejo, ansiosa de oír la serenata de amor que aún nadie le había ofrecido. En la madrugada, empezó a empacar sus cosas en dos maletas medianas de cuero y en una bolsa de hilos de seda. Lo primero que guardó fue la insinuante pijama negra que lució para nadie casi toda la noche. Le siguió su ropa interior, también negra. Estas prendas eran sagradas, casi un mito en su vida de mujer. Embaló los vestidos coloridos que lucía pegados al cuerpo un poco arriba de las rodillas. Organizaba su equipaje despacio, sin afanes, sin rabia y tarareando la canción que quería escuchar esa noche de labios del famoso dúo del Medellín de entonces: El dueto de Antaño. Desprevenidamente cantaba: “...si dejaras de quererme te aseguro vida mía que de pena moriría/ si dejaras de quererme te lo juro por el cielo no tendría más consuelo/ pero no, no puede ser, es muy grande tu querer.../”.
Afuera, la serenidad de la madrugada era cómplice de aquellos que roncaban en sus lechos, como de los que retozaban de placer transpirando licor al susurro de canciones de amor. De pronto, en esa noche tranquila, un taxi frenó frente a su puerta. Ella entreabrió el postigo de la ventana de madera y vio a su amante tambaleando, perdido de la borrachera. Corrió a la cama distendida, apagó la lámpara y se hizo la dormida.
Julio de los Ríos, zigzagueando, abrió la puerta con una llave de hierro, después de ensayar varias veces por la hendija mordida de metal. Entró sin economizar ruidos y se dirigió al cuarto donde estaba su mujer. Desde que salió del bar empezó a pensar en Tulia, desnuda, contoneando sus tetas morenas debajo de las sábanas en medio de una trémula respiración. Se desvistió parado frente a la cama, gambeteando, esparciendo su traje y toda su ropa por la habitación, y se echó encima de ella, como un verdadero macho, manoteando, tratando de cogerle los senos — a veces — y el pubis, en otras, y buscando sus labios de mandarina. Ella lo esquivó correteando en las nalgas por la cama, sin pronunciar palabra. Forcejearon durante un rato hasta que el hombre se venció y se quedó dormido. Casi siempre resultaba dormido después de hacer el amor con ella, que jamás se dejó mirar el cuerpo y nunca se sometió a practicar relaciones sexuales sino debajo de las cobijas. El reloj de pared de la sala dio cinco silbidos suaves y entonces Tulia pensó: “Pronto llamarán para misa de 5:30”.
Era la tercera vez que huía de la cama de un hombre. No podía soportar el menor indicio de infidelidad. Con la mera sospecha de un engaño amoroso salía espantada, azuzada por una especie de culebra que le serpenteaba entre la garganta y el estómago. Así lo hizo con su primer hombre, José María Cano, a quien dejó plantado en la casa del parque Sucre cuando ella apenas tenía 14 años y cuatro meses de embarazo. Y luego con Rodrigo Tobón, su verdadero amor, que se cansó de pedirle matrimonio para toda la vida y ella siempre le dijo que no.
Había llegado a Medellín con Eudoxia Pineda que traía consigo seis muchachas entre los 15 y los 20 años para trabajar en la ciudad donde el dinero era un torrente que venía de las minas de oro, del café y de la floreciente industria manufacturera. Se había ido a casa de Eudoxia, en Armenia, porque su madre la regañaba y no le permitía asistir con libertad a los bailaderos de Calarcá donde la embrujaban el bolero y el fox.
Fue en una casa alquilada por Eudoxia Pineda, en el barrio Guayaquil de Medellín, donde conocí a Julio de los Ríos cuenta Tulia sentada en un desvencijado mueble de sala en su vivienda del barrio Arenales en Armenia, rodeada por más de veinte sobrinos y sobrinos nietos y asediada por la imprudente fantasía de sus 77 años recién cumplidos.
Era un hombre hermoso. Y tenía plata. Yo le gusté desde el primer día que llegué a ese sitio. Se enamoró perdidamente de mí. Iba todas las noches al burdel, y todas las noches hacíamos el amor.
¿Y todas las noches le pagaba? — le pregunto.
Claro que me pagaba todas las noches responde. —Yo puedo amar mucho a un hombre, pero tiene que pagar mis servicios insinúa arqueando las cejas como en son de triunfo.
Le tiembla un poco la mandíbula inferior. Saca de un baúl un cuadro enmarcado en madera negra donde aparece su foto a blanco y negro, cuando tenía 16 años. Es hermosa, una morena de grandes ojos, cejas tupidas, casi unidas entre sí, pestañas como de yegua, encrespadas, de pelo largo ensortijado y labios carnosos, provocativos, como cascos de mandarina. Tenía la piel limpia, color canela, sin rescoldos de ninguna clase. “Así era yo cuando me le volé a Julio de los Ríos, esta foto me la tomaron en esa época en Medellín”, dice con orgullo, sin que le duela el remordimiento y sin que el leve temblor de la mandíbula cese.
“Lo quería mucho, creí que me había enamorado de él, por eso le acepté salirnos a vivir juntos y dejar a mis amigas y a doña Eudoxia Pineda que me había traído de Armenia. Pero la vida es así, no hay hombre para una sola mujer, por eso prefiero engañar, poner los cachos a que me los pongan. No soporto estar en una casa esperando a un hombre que casi siempre está con otra vieja, por eso decidí esta vida que he llevado siempre”, asegura Tulia Rendón Guzmán, conocida en toda la Hoya del Quindío como la Ñata Tulia, la puta más famosa en toda la historia de la región. Ahora sonríe levemente. Luego suelta una risotada y se lleva la mano a la boca como cualquier niña apenada.
Su madre, Elvira Guzmán de Rendón, vivía en una casa campesina, en la finca Montecarlo, en la vereda Arenales, donde procuró darle estudio y un buen ejemplo al lado de sus hermanas Luisa, Carlina y Olga. Su padre, Luis Rendón Salazar, habitaba de soltero en una casa contigua y odiaba a los Guzmán por ser liberales. Sin embargo, terminó casándose con una de las hijas de aquellos que le provocaban las animadversiones.
Tulia nació cuando la ciudad era un pequeño villorrio de apenas 37 años y no era más que una cuadrícula pequeña de cuatro calles y una plaza donde había un templo de madera y guadua. Vivía cerca de un pequeño caserío que conocían como Tres Esquinas, donde había también una escuela rural con el insoportable nombre de La Inmaculada, a donde acudió hasta el tercer año elemental.
La señorita Clara, una rubia alta, de pelo ensortijado como de película y ojos miel tal una pepa de café pergamino, le enseñó a leer, le metió la aritmética y la puso a enhebrar agujas que sacaba de su corpiño adornado por vestidos de flores coloridas. En ese tránsito a la escuela conoció a José María Cano, un hombre hecho y derecho que vivía en la ruta hacia la hacienda La Tebaida de don Luis Arango Cardona y sus hermanos. “Era hijo de un viejo rico, don Pedro Cano. Me enamoré perdidamente de él. Hombre hermoso, blanco, rosado, de estatura media, pelo negro echado hacia un lado. Siempre iba de traje y corbata y gerenciaba un almacén muy famoso de telas y artículos para el hogar de propiedad de don Teodoro Velásquez, ubicado en el marco de la plaza de Bolívar.
“Yo tenía 14 años y José venía a mi casa. Charlábamos a distancia, él parado en el camino y yo en la ventana, así era en ese tiempo porque los padres —y uno mismo—pensaban que si el hombre se acercaba mucho y la besaba a uno, prácticamente se acababa la inocencia, se perdía la virginidad. ¡Pendejadas! Mire usted, una tarde, como a las siete de la noche, José se trepó por la ventana y me dio un beso en la boca. Yo me sentí deshonrada, como que ya no era señorita, pero me gustó mucho el beso. Entonces planeamos volarnos, irnos del todo para algún lado”.
“Fue un domingo soleado del año 1939 cuando le dije a mi madre que iba a dar una vuelta en la vereda con unas amigas y tomé el camino de Armenia, por el lado de Tres Esquinas, para llegar a la calle de La Cejita. Allí me encontré con José que me condujo a un amoblado, un lugar distinguido, un bar que tenía asientos abollonados. El hombre me besó intensamente y me tocó por todas partes. Y yo me dejé porque eso me pareció muy rico. (Tulia ríe a carcajadas). Luego, como a las seis y media de la tarde, me llevó a una casa pequeña, toda amueblada, cerca al Parque Sucre y allí me quedé a vivir con él”. Los muebles eran de un amarrillo intenso al igual que los ropones de las dos camas. Este detalle la impresionó porque no le gustaba el amarrillo, y menos el intenso. Se acostaron tan temprano como llegaron. Este fue para ellos, por un tiempo, su hogar.
Su madre no la buscó. El mismo día se enteró por boca de una vecina que Tulia se había ido a vivir con el hijo de Pedro Cano. No la maldijo por su pecado. La envidió. Sólo ocho días después la halló en la plaza de Bolívar, chupando helado de banano, mientras pisteaba a su hombre en el almacén de don Teodoro Velásquez. Se saludaron como amigas y cada una preguntó a su modo por el marido de cada quien. Fue un encuentro fortuito y fugaz. Tulia parecía despistada, como una niña desmirriada que ha perdido sus juguetes, le contaría meses después la madre a su hermana Olga.
El vientre de Tulia estaba preñado. Esperaba un hijo, pero esto no impidió que siguiera siendo la muchacha alegre, dicharachera y con enormes ganas de bailar y disfrutar la vida, que pasaba como un arroyo por la próspera ciudad cafetera.
Cuatro meses después, Tulia perdió el bebé. Fue como una liberación, porque inmediatamente se voló de la casa de José Cano y se fue a pasar la convalecencia al hogar de su madre. “Lo dejé porque me enteré que tenía una novia cerca de la plaza de Bolívar, una mujer bien, de la sociedad. A mí no me ponen los cachos, yo mejor me largo, me le adelanto”, reitera con sorna.
Con la sutil hermosura de sus 14 años, Tulia empezó una vida alegre, de diversiones y placeres. Lo hacía no por necesidad, como supusieron muchos de los que visitaron después su casa de citas, sino porque le encantaba, esa era su vocación.
Con Rosalba, una vecina, y su hermana Luisa, llegaron los días de parranda en el caserío La Bella de Calarcá. Cerca de la tienda de Tres Esquina las recogían Jahir Mowerman, ciudadano polaco de origen judío, y Teodoro Velásquez para llevarlas a bailar boleros, foxes y pasodobles. Los señores tomaban cerveza y ellas maltina o gaseosa Beso de Novia.
Unas amigas suyas la convidaron para una casa donde se bailaba todas las noches. Se voló del lado de su madre y fue a parar al flamante y muy bien ponderado burdel de Eudoxia Pineda, donde vivió durante algún tiempo antes de irse para Medellín. “No tenía nada que perder, pues ya no era señorita, y adoraba el baile y la música y me encantaban los hombres. Por eso acepté la invitación de mis amigas y la propuesta de doña Eudoxia”.
La casa de Eudoxia quedaba en el famoso barrio Farallones, a donde acudían los hombres de traje y corbata que eran recibidos por mujeres elegantes, de vestidos de seda y felpa, arregladas como para un baile de gala de cualquier encopetado club social del país. “La casa de doña Eudoxia era una mansión de bahareque con una sala inmensa donde se instalaba un grupo musical que tocaba de todo: boleros, valses, foxes, pasodobles, milongas, tangos, y música tropical caribeña, especialmente sones y congas. Había dos o tres temas claves: Noches de Hungría, Norma y Vereda Tropical”.
“Allí conocí al amor de mi vida, a Rodrigo Tobón. Me enamoré perdidamente de él. Podíamos danzar toda la noche en ese piso de maderas enceradas, relucientes, sin pensar en el cansancio ni en el reloj. Era un experto para bailar boleros orquestados y foxes y valses y pasodobles. Esos ritmos se bailan apretaditos, chip to chip, con gran amor, queriéndose entre sí. Era una delicia”.
“En ese entonces los hombres eran muy cariñosos y más que sexo iban a buscar amor en los brazos de una mujer que les ofrecía ratos felices y comprensibles, que le hacían amena la vida, le cambiaban la rutina. Nosotras los mandábamos para sus casas como nuevecitos, descansados, como dicen ahora, desestrezados”.
Rodrigo Tobón, un hombre prestante de la ciudad, le propuso matrimonio. Le dijo que se saliera a vivir con él, pero Tulia se negó rotundamente a pesar de que lo amaba. No quería amarrarse, quería seguir siendo libre, sobre todo porque era consciente de su juventud y de sus ganas de gozar la vida. En Armenia muchos hombres de prestigio, o que después lo adquirieron, se casaron o se juntaron con mujeres de burdeles, de los famosos cafés de la dieciocho y hoy ellas son señoras respetadas en los círculos y los clubes sociales.
II
Cuando el bus de Socoltran la dejó en Armenia, Tulia tenía previsto llegar a la finca de su mamá, cerca de Tres Esquinas. A los pocos días, y con tan sólo dieciséis años, fundó su primera casa de citas. Tomó en arriendo un inmueble de Julia Bernal, en la carrera 18 con calle 44, conocida por todos en la ciudad como la zona de la Libertad. En ese barrio mandaba la parada Lola Amaya, que enloquecía a los hombres en su casa frente a lo que hoy se conoce como Mirador de la dieciocho.
“Cuando queríamos ir a estos sitios le decíamos a los amigos: nos vemos en la librería, y todos entendían que era en la zona de tolerancia de la Libertad”, recuerda el abogado Jaime Arroyave, que aventaja a Tulia en diecisiete años de edad. Fue allí donde la Ñata desarrolló su vocación innata como amante, como celestina y como puta.
“Me frecuentaba mucho Jesús Álvarez Maya, que sacaba el pretexto del Toque de Queda, en los días en que mataron a Gaitán, para quedarse a dormir en mi cama. Ese Chucho me amenazaba diciéndome: ‘Cuidadito me engaña que la mando a montar en el carro de Juan N. Jaramillo’ (famoso carruaje fúnebre de Armenia)”. “Los hombres apretaban las clavijas de los celos, pero yo no les hacía caso, nunca me pasó nada mayor a una golpiza en una borrachera”.
Por ese tiempo le dio la ventolera de irse a recorrer el país, de aventurarse a los barrios de otras ciudades. Cali, donde la pachanga era permanente. Cartagena, donde la fiesta no se detiene nunca, y Bogotá, donde se hace el amor con gente de caché. “Fue en Bogotá donde me pusieron el apodo de la Chata Tulia, porque los rolos con su conversadito le preguntaban a la patrona de la casa: ‘Ala y ¿dónde está la Chata Tulia?’. Esa Chata Tulia se convirtió en Ñata, porque los montañeros de Armenia confundieron la palabra Chata por Ñata y me quedé para siempre como La Ñata Tulia”.
De la Libertad pasó a Arenales, la más nueva y moderna zona de tolerancia de la ciudad. Era el año de 1950. Sólo le bastó un año para comprar la vivienda donde funcionaba su casa de citas, que adquirió con los ahorros de casi 10 años de trabajo gozoso. Es en esta vivienda de la calle 50, número 17-60, donde vive, y de qué manera, hasta nuestros días. Aquí la encontramos convertida en una matrona mitológica del sexo y las virtudes amatorias del Quindío, rodeada ahora de sus sobrinos nietos.
Los más importantes hombres de la sociedad quindiana cayeron en sus brazos y en los de las muchachas que se alquilaban por una noche en aquella inolvidable casa de Arenales. Tulia los recuerda como caballeros románticos y bohemios empedernidos: “Aquí venía mucho Jorge Torres, un comerciante de ferreterías de quien se decía tenía mucho dinero. Era bien parecido y dadivoso con nosotras. También el escritor y compositor Jhon Vélez Uribe, un hombre de una prestigiosa familia de la ciudad, hijo o nieto de fundadores y dueños de fincas, y también venía su hermano Hernando”.
Los políticos fueron otros asiduos visitantes de la casa de la Ñata, como Diego Moreno Jaramillo y Rodrigo Gómez Jaramillo. Este último recuerda haber perdido una novia porque acompañó, de día, siendo Personero, al alcalde Hernán Palacio Jaramillo, pediatra prestigioso, a atender un niño enfermo, hijo de una de las muchachas de la casa de la Ñata, y sostenía en sus brazos un bebé de otra de aquellas mujeres, cuando su novia pasó en un carro y lo vio en la puerta haciéndole carantoñas al recién nacido.
“Recuerdo mucho al ingeniero y poeta Alberto Gutiérrez Jaramillo, que hizo el más famoso soneto a mi nombre, él fue después alcalde de la ciudad y siéndolo venía a visitarnos” relata Tulia. “En su espontaneidad y su cultura, el doctor Gutiérrez, de pronto, se ponía a recitar el soneto a la Ñata Tulia: ‘...De acuerdo al feligrés ella cobraba / la tarifa no obraba en la premura / pues era Tulia la que más gozaba. / Toda Armenia recuerda su ternura / puesto que su portal lo traspasaban / el alcalde, el notario y hasta el cura / ’. No había político, profesional o comerciante o finquero que se abstuviera de visitar mi negocio. Fui amiga de todo el mundo. No puedo olvidar a Héctor Gutiérrez, al médico Gabriel Murillo, a Humberto Echeverri, Raúl Botero, Jaime Palacios y Raúl Uribe”.
“En ese tiempo se hizo muy famosa la descorchada de los muchachos cuando tenían dieciséis o diecisiete años. Entonces me los llevaban a mí para iniciarlos en las artes amatorias”. Tan famosa fue esta práctica que en toda la región del Quindío, incluso aún en el siglo XXI, cuando los muchachos están en esas edades, se les hace una pregunta, que es más una broma vergonzante: ¿Ya lo llevaron donde la Ñata Tulia? O ¿Quiere que lo lleve a botar cachucha donde la Ñata Tulia?
Su negocio albergó también a los matones de la época de la Violencia. De los cafés de la dieciocho o del centro, los llamados pájaros pasaban a las casas de citas y una de ellas era la famosa casa de la Ñata en Arenales. “Aquí en estas sillas —señala los asientos de la sala— se sentaron hombres como Chispas, Sangre Negra, Jair Giraldo, Carlos Marín, Efraín González, el Paterrana, y muchos otros que seguramente venían, pero yo no los distinguía bien. Yo les decía, beban y enamoren muchachos, pero no me metan en problemas”. Algunos de los asistentes a la casa de la Ñata, consultados para esta crónica, aseguran que allí se planearon muchos de los asesinatos que se cometieron en el Quindío en la época de las autodefensas campesinas, las guerrillas liberales y el bandolerismo.
Otros visitantes consuetudinarios de la casa de la Ñata fueron los jugadores del equipo profesional de fútbol el atlético Quindío. El viejito Vargas, pero sobre todo Álvaro Laidalga no se le borra de la mente. Amó profundamente a Laidalga, lo que dio al traste con las aspiraciones profesionales del futbolista.
Laidalga estuvo en la nómina del Quindío Campeón de 1956, pero en la suplencia, porque a pesar de su talento, las eternas noches y madrugadas de amor con la Ñata le quitaban el aire en la cancha, recordaría después del viejito Vargas.
La Ñata era aficionada al fútbol. Cada domingo estaba en el estadio San José. Desde mitad de semana reservaba dieciséis puestos en la tribuna de preferencia para sentarse en la parte más predilecta con sus quince muchachas. Llegaban en carros alquilados, con chofer de saco y corbatín, entre los que recuerda a Olmedo Rincón, que después fuera gerente de una importante empresa de buses en Armenia. Ellas lucían los mejores trajes, comprados o fiados en los almacenes del centro de la ciudad, donde la Ñata gozaba de crédito sin remilgos. “Todos aquellos que iban al fútbol, tanto a la tribuna de preferencia como a la de sombra, se morían por estar esa noche en mi negocio. Y de hecho muchos llegaban a Arenales”.
Como le gustaba tanto el fútbol, le encantaban los futbolistas. Se enamoró del paraguayo Benito Galeano. La Ñata sonrie: “El entrenador y uno o dos amigos más llegaban a mi casa, en la madrugada del domingo, y lo sacaban perdido de la rasca, horas antes del partido”. Galeano gambeteaba su guayabo en el estadio San José, con la mirada fija en la tribuna, repartiendo besos que todo el mundo sabía la dirección hechizada que tenían. Incluso, cuando se fue a jugar al Once Caldas, venía los viernes a la casa de Arenales y los sábados se volvía para Manizales con la resaca a cuestas. ‘Mañana voy ─ me decía por teléfono ─ y yo, que estaba tragada de él, le contestaba: venga, pero tráigame plata’ ”.
Su sitio privilegiado en la tribuna de preferencia del estadio San José es apenas uno de los lugares de estrato seis que frecuentaba en la ciudad, siempre en compañía de una docena de bellas y jóvenes mujeres. En Semana Santa, invariablemente estuvo en la primera fila de la iglesia Catedral, con la misma elegancia de las señoras del encopetado Club América, y recibía la comunión sin ruborizarse.
Cuando las flotas de taxis traían a Armenia carros nuevos, ella los alquilaba todos y salía a pasear con sus muchachas por las calles céntricas de la ciudad, casi como en un desfile de reinas de belleza. Y, por supuesto, esa noche el 17-60 de la calle cincuenta se llenaba. Por eso, en el Quindío, todo aquel hombre que llegaba tarde a su casa, después de las doce de la noche, recibía de su esposa una cantaleta similar en cada caso: “Venís de donde esa Ñata hijueputa, no”.
Y llegaron para Tulia los años maravillosos de los sesenta. Apareció en su vida Jorge Camacho, un ricachón propietario de empresas de transporte de carga que la frecuentó por algo más de un año. “Me gustaba mucho, además porque siempre tenía plata. Pero en una semana de fiestas de Armenia llegó siempre borracho, venía de la Feria Equina, montado en un caballo blanco. Se bajaba, me buscaba y me golpeaba. Entonces decidí no volverlo a atender”.
— ¿Hubo otros hombres que la golpearon?—, le pregunto.
—Si —, responde sin pena. — El médico José Gregorio Casas. Lo conocí una noche en el hospital cuando fui a llevar a una de las muchachas de mi casa que esperaba un hijo. Él me miró intensamente y me dijo que si podía visitarme. Yo acepté. Al cabo de un tiempo estábamos enamorados. Me llevaba mucho a una finca de los Peláez, en Montenegro. Cuando se emborrachaba yo le hacía reclamos y me le volaba para mi negocio. Entonces me buscaba y me pegaba. También lo dejé por eso, pero alcanzamos a chiviar como dos años. Luego pasé de guatemala a guatepeor porque me enredé con el teniente Alfonso Poveda, que me golpeó siempre, hasta que gracias a Dios lo trasladaron a Cúcuta y no lo volví a ver.
“En esa época recuerdo mucho a dos personas. Una de ellas era José Antonio Jaramillo, un muchacho de Calarcá que me visitaba con asiduidad. Cuando se casó, no esperó ni un solo día al regresar de la luna de miel para aparecer en mi casa. Yo le dije: ‘Usted sí es muy bobo, con semejante monota con la que se casó y todavía anda por aquí’. Pero no me hizo caso y siguió viniendo casi todos los días. Y el otro es al doctor Alberto Aristizábal Peláez. Un hombre tierno, amable y muy amplio. Recuerdo que una noche se emborrachó y yo tenía un viaje. Debía de hacer unas compras y le pedí que me pagara la noche. El hombre estaba tan enguayabado que me dio la billetera y me dijo: ‘saque lo que necesite, vaya compre lo que quiera y después me devuelve la billetera’ ”
Entrar a la casa de la Ñata en los años setenta y ochenta era regresar veinte o treinta años, pues el ambiente no había cambiado, aunque el personal femenino siempre fue joven. Los cafeteros, los comerciantes, los profesionales y los burócratas eran los más frecuentes visitantes.
Al final de los años ochenta empezaron a aparecer aquellos personajes que llegaban acompañados con dos o tres carros, hacían salir a todos los clientes y cerraban el negocio por cuenta de ellos. Era la época del apogeo del narcotráfico. “Eso me molestó mucho porque los clientes de toda la vida empezaron a correrse del negocio. Muchos no volvieron jamás, por miedo”. “En esos años sufrí varios asaltos, atracos a la casa, donde esculcaban a los clientes, los sacaban de los cuartos y se me llevaban todo. Fue horrible. A veces en este negocio las cosas son muy duras porque además de lidiar con borrachos hay que aguantarse a la delincuencia”.
“En la última época recuerdo a Carlitos Oviedo, un hombre muy querido por todas nosotras porque es hijo de una mujer como nosotras que también tenía casa de citas, doña Laura Alfaro, hermana de la Faraona, el marica más famoso de la ciudad que mató por celos a su hermana y a su propia madre. Oviedo era buena gente, aunque muy duro para pagar las cuentas”.
Tulia vuelve a mirar su foto cuando cumplió dieciséis años. Los ojos se le encharcan. Me mira y sonríe: —Y usted ¿qué va a hacer con todo lo que le he contado? — me inquiere. —No sé, quiero escribir una historia sobre su vida — le respondo. Ella vuelve a sonreír. Nos despedimos con un hasta mañana.
Llevo quince días visitando esta mujer en su casa de Arenales, que ahora aparece triste en su exterior, sin la bombillita roja que la caracterizó por muchos años. Las ventanas están cerradas y tapadas con gruesas cortinas del color de la guayaba.
Al día siguiente vuelvo. Es mi última visita. La casa está llena de niños, los cuartos que antes eran refugios de placer hoy son nidos de amor de las parejas compuestas por sobrinos o sobrinas de Tulia, con sus maridos o sus mujeres y sus hijos. Tulia no tuvo hijos, pero a cambio su hermana Olga parió once, que se vinieron a vivir con su tía en esta legendaria casa de citas que se mantiene viva en las mentes de los quindianos como un lugar de pecado, para unas, o un sitio de amor y de placer, para otros.
─Tulia, ¿usted todavía chivea?
─No, aunque aún me llaman muchos hombres. Ya estoy jubilada.
(4 de mayo de 2003)