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Charlene de Mónaco: cómo ser desdichada entre rosas y diamantes

El pasado mes de marzo, Charlene viajó a Sudáfrica para rendir homenaje al rey de los zulúes Goodwill Zwelithini, que acababa de morir, y participar en una campaña contra la caza furtiva de rinocerontes. Lo que iba a ser una corta visita se convirtió en un exilio ¿involuntario? Mientras estaba en su país, contrajo una infección de oídos, nariz y garganta. Tras dos operaciones, salió del hospital. Se la veía delgada y debilitada, como si acabara de salir de un combate perdido a los puntos con la vida; pero sonreía como una Venus espiritualizada por la palidez.

El pasado 8 de noviembre volvió a Mónaco. En la foto del reencuentro con su familia publicada por el diario Nice Matin, llamaba la atención el pelo de ella, ahora castaño, y la ausencia de alianza en los dedos. Ese detalle inquietante dio pábulo a los rumores sobre los verdaderos motivos que llevaron a Charlene a prolongar ocho meses su regreso.

Ya desde antes de su boda, más que de una love story se hablaba (malas lenguas) de una coartada para asegurarle la descendencia a Alberto. El día del enlace, todo fue lujo y glamour en el medieval Patio del Palacio Grimaldi. Aquel día de julio, ante más de 3.500 invitados los novios intercambiaron alianzas de Cartier. Una gran pantalla en la plaza buscaba la complicidad entusiasta de los monegascos. El festejo se prolongó durante tres días y costó 45 millones de euros.

LA GRAN BODA MONEGASCA

Alberto, de 53 años, llegó al altar con uniforme de verano de la Guardia de Palacio. Charlene, 20 años más joven, lucía un Armani con una cola de cinco metros y unos 40.000 cristales de Swarovski. Estaba bella como la náyade del mascarón de proa de una nave veneciana.

La princesa Grace, madre del novio, decía que "todo lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo bien". La boda se hizo comme il faut, pero 10 años después colea la duda de si valía la pena hacerla. Charlene parecía tan triste como una novia prisionera.

De hecho, el semanario francés Le Journal du Dimanche aseguró que antes de la ceremonia intentó escapar del país tres veces. En la última intentona, reservó un vuelo a Johannesburgo y, camino del aeropuerto de Niza, agentes monegascos la alcanzaron en helicóptero, la disuadieron de sus intenciones y le requisaron el pasaporte. (¿Dónde está James Bond cuando se le necesita?)

Charlene de Mónaco: cómo ser desdichada entre rosas y diamantes

Si, a pesar de todo, llegó al altar fue, según el mismo periódico, porque se trataba de un matrimonio "arreglado" y ella decidió finalmente cumplir su parte. O sea, producir un heredero legítimo a cambio de un futuro millonario. Lloró durante la liturgia. Unos atribuyeron las lágrimas a la emoción; otros, a un presagio: algo iba mal porque la novia se apartó cuando el príncipe intentó besarla.

UNA EXTRAÑA LUNA DE MIEL

Algo iba mal, algo tenía que ir mal, ¿por qué si no en el viaje de novios en Sudáfrica durmieron en hoteles distintos? Lo publicó The Sun: ella en el Oyster Box de Umhajanga Rocks, cerca de Durban; él, en el Hilton, a 15 kilómetros. "Por motivos prácticos", fue la escueta explicación de fuentes oficiales. Pero ¿puede haber algo menos práctico para lo que se espera de una luna de miel que las camas separadas? Bailar de lejos no es bailar, en esas condiciones ¿cómo podrían los amantes alcanzar el tarro de la miel y beber de un solo trago, largo, absoluto, la música de los actos de amor cayendo del cielo con lentitud?

Charlene ya sabía -como todo el mundo- que su marido era padre de dos hijos ilegítimos. Alexandre, un hijo de seis años con la azafata togolesa Nicole Coste, y Jazmin Grace, una hija de 19 con la estadounidense Tamara Rotolo. Lo que no sabía aún es que, según el Daily Mail, durante su noviazgo de cinco años había tenido otra hija con una amante italiana.

Lo normal cuando pasan esas cosas es que se te envenene la sangre, que seas desgraciada, que culpes al otro, se deteriore todo, rompas con él... y se acabó. Pero Charlene ha mantenido el tipo a lo largo de tantos años, que el rostro se le ha convertido en una máscara que ya parece su verdadero rostro. No ha perdido ni un ápice de su esplendor, pero se le ha escapado la joie de vivrey, como vislumbró Somerset Maugham, "lo que se nos escapa siempre es más importante que lo que tenemos".

Tres años después de la boda nacieron los mellizos Jacques y Gabriella que ahora, a punto de cumplir siete años, son los príncipes de Instagram con su desenvoltura y sus outfits haut de gamme. Pero -como enseñaba Corín Tellado y confirmaron Angelina Jolie y Brad Pitt- los hijos no son una maroma que ate a los padres. Pese a sus declaraciones impostadas de romanticismo sobre el tamaño de su amor, Charlene y su marido no consiguen hacernos creer que sean una pareja de cuento de hadas. No se puede fingir el amor, cuando no se siente no hay nada que hacer. Y sobre eso no hay mucho que explicar.

Miro las fotos de Charlene y no puedo evitar pensar en un abismo entre placer y deber que da la medida de su desgarro. Se atribuye a lord Chesterfield esta máxima (por lo demás, parecida a otras de Perogrullo): "El buen humor es la salud del alma, la tristeza es su veneno". Su Alteza Serenísima aparenta serenidad, pero le cuesta más fingir el buen humor. Además, su salud aún no le permite cumplir con sus compromisos. Un comunicado de la casa monegasca decía el pasado 16 de noviembre: "Sus Altezas coinciden en que es necesario un período de calma y descanso para la recuperación de la princesa Charlene".

EN LA CUERDA FLOJA

Dadas las circunstancias, es lo normal. Lo que no es normal es que la princesa no viva con su familia. La revista californiana Here ha revelado que se aloja en un apartamento a 300 metros del palacio, encima de una fábrica de chocolate. Para aclimatarse, según dicen.

¿Durante cuánto tiempo? Chi lo sà, pero esa cuarentena es más rara que un pez con pelo. Leo en la revista francesa Public que "no hay duda de que hay agua en el gas entre los dos amantes". Leo en la revista alemana Bunte que "el matrimonio pende de un hilo". Y se me quitan las ganas de leer más.

En el hotel Hermitage de Montecarlo escuché cierta leyenda acerca del príncipe monegasco Rainiero I, que reinó en el siglo XIII. Secuestró a una doncella, la violó y cuando la abandonó se metamorfoseó en bruja y lanzó una maldición: "Ningún Grimaldi será feliz en su matrimonio". El maleficio alcanzó a las cuñadas Grimaldi de Charlene y, por lo visto, también a ella que, como su suegra Grace Kelly, parece haber nacido para ser princesa entre rosas y diamantes, pero ni ha podido evitar las espinas ni el extravío del brillo diamantino de sus ojos.

Una boda puede resultar una condena. Algo escribió Lorca sobre eso.


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