ADVERTENCIA: Se recomienda no leer este artículo si se está en medio de un proceso de reproducción asistida en el que se va a utilizar semen de donante.
El que se suponía iba a ser el día más feliz de la vida de la canadiense Trudy Moore -el 29 de diciembre 2007- se convirtió en uno de los más angustiosos para esta mujer infértil que cumplía por fin ese día su sueño de ser madre gracias a la gestación subrogada de su hermana. La sangre une y la que sería tía de la recién nacida aceptó inseminarse con el semen de su cuñado para que ambos cumplieran sus deseos de ser padres tras cinco años de intentos fallidos.
Pero cuando la niña nació, algo llamó la atención de los médicos. Afortunadamente, no era una enfermedad ni algo que pusiera en riesgo su vida, pero sin duda se trataba de una anomalía. El bebé, al que pusieron el nombre de Samantha, tenía un factor sanguíneo RH positivo, algo perfectamente normal si no fuera porque tanto su padre como su tía y gestante eran RH negativo, lo que implica que su descendencia no podía ser RH+. Era imposible que fuera hija de su teórico padre biológico.
Para cumplir el sueño de su vida, Trudy Moore y Matthew Guest habían acudido a un renombrado especialista en tratamientos de fertilidad, Bernard Norman Barwin, un ginecólogo de origen suráfricano establecido desde hace décadas en Canadá. Su currículum impresionaba: antiguo director de la clínica de fertilidad del Hospital General de Ottawa, uno de los más importantes del país, era profesor en la universidad del mismo nombre, había recibido la Orden de Cánada en 1997 y presidía varias asociaciones relacionadas con su ámbito de actuación. Más alla de eso, al ginecólogo le llamaban baby God (dios de los bebés) porque su tasa de éxito en los procedimientos de reproducción asistida era casi milagrosa.
Barwin recibiendo la Orden de Canadá, del documental 'Los niños de Barwin'. CTV
El ginecólogo, cuando ya habían empezado sus problemas judiciales.
Cuando Trudy le llamó para contarle lo que había pasado, él reconoció que podía haber habido un error y le dijo qué semen podría haber utilizado respetando, eso sí, el anonimato que establecía la Ley. La madre de Samantha contactó entonces con otra receptora de ese supuesto semen -Jacqueline Slinn- y le propuso analizar si sus dos hijas eran hermanas de padre biológico. La sorpresa saltó cuando salió que no. El resultado: dos demandas por el precio de una, que acabaron en acuerdo extrajudicial del que no se han conocido los detalles.
A pesar de esa denuncia y de ese acuerdo, Barwin siguió llevando a cabo tratamientos de fertilidad en su clínica hasta 2012, aunque siguió ejerciendo de ginecólogo hasta 2014, año en el que decidió cerrar su centro. Para entonces, a las denuncias de las dos mujeres de 2010 se le habían sumado al menos cinco más. De su boca siempre salían las mismas dos frases: "Reitero mis disculpas" y "Ha sido un error involuntario, no sé qué ha podido pasar".
Jacqueline Slinn y su hija Bridget. The Globe and Mail.
El ginecólogo, casado y con cuatro hijos, tiene hoy 82 años y esta misma semana recibió la noticia de que el juez Calum MacLeod ha acordado que sus víctimas reciban una de las mayores indemnizaciones para un caso de este tipo -y la mayor en Canadá-: 13,3 millones de dólares canadienses (unos 9,2 millones de euros). Aunque pueda parecer mucho dinero, el monto individual que recibirá cada víctima no podrá superar los 35.000 euros. No los pagará Barwin, sino la Asociación Canadiense de Protección Médica.
El número de participantes en esta demanda colectiva (class action, en ingles) dista mucho de las siete que se conocían en 2012 y que demandaron por su cuenta, y asciende ya a 244 personas; entre los demandantes, 100 niños nacidos tras los tratamientos de Barwin: 83 desconocen a quién pertenece el semen que se usó para engendrarlos y 17 han averiguado que se trata del esperma del propio ginecólogo.
Además de los padres engañados y los hijos que desconocían su origen biológico, también han demandado hombres que donaron semen en la clínica y que no saben si éste fue usado por Barwin sin su autorización. Un banco de ADN que se creará también con ese dinero servirá para averiguarlo.
En 2017, se hizo pública la historia del ginecólogo holandés Jan Karbaat, dueño de una clínica de fertilidad que inseminó en secreto durante décadas a decenas de mujeres que acudieron a su centro. En vez del esperma de los donantes anónimos que las clientas habían seleccionado por catálogo -una práctica permitida en Países Bajos-, Karbaat usaba el suyo. Las pruebas de ADN efectuadas con ayuda de uno de sus hijos legítimos demostraron que era el padre biológico de al menos 18 bebés concebidos en el centro. Murió antes de que se le pudiera condenar.
La caída a los infiernos de baby God fue anterior a esta decisión judicial -que era necesaria para confirmar el acuerdo al que habían llegado víctimas y verdugo en julio de este mismo año-. En 2013, el Colegio de Médicos y Cirujanos de Ontario le encontró culpable de tres casos de mala práxis. Se le retiró la licencia por dos meses y se le obligó a pagar los costes del proceso. De nuevo, una disculpa y, otra vez, ni la menor idea de qué podía haber pasado.
Ese mismo año se le retiró la Orden de Canadá, mientras el número de denuncias iba in crescendo. La más importante es la que acaba de concluir con el mayor acuerdo económico del país. Los protagonistas: Davina, Daniel y Rebecca Dixon, esta última hija de los primeros, que en 1989 acudieron a la clínica del reputado ginecólogo porque tenían problemas para concebir de forma natural.
Hasta 2016, nadie sospechó nada, pero algo cambió en esa fecha. Cuenta The Guardian que fue el diagnóstico de celiaquía a Rebecca -una enfermedad que no tenía nadie en la familia- lo que les hizo sospechar. En un documental emitido en la televisión canadiense titulado Los niños de Barwin, se relata todo lo que pasó después. Test de paternidad, descubrir que tu origen biológico es distinto del que creías y un inesperado giro final: no sólo resultó que Daniel Dixon no era su padre biológico sino que, tras diversas pesquisas, descubrió que lo era el propio Barwin.
Rebecca Dixon y su padres, Davina y Daniel.
Fueron ellos, los Dixon, los que iniciaron la demanda colectiva a la que se sumaron posteriormente muchas más personas, incluyendo un hombre concebido hace 40 años y que hasta que no leyó la historia en los periódicos jamás había dudado de la paternidad biológica de su padre. Es tal el descontrol, que la demanda seguirá abierta cuatro meses después del acuerdo, tiempo en el que podrán entrar más denunciantes. En los cinco años que han transcurrido desde las primeras denuncias, el Colegio de Médicos retiró por fin su licencia a Barwin, jubilado cinco años antes.
Rebecca ha resultado ser -hasta el momento- hermana biológica de 16 desconocidos que, a su vez, tampoco sabían que eran hijos del ginecólogo y que están dentro de la demanda colectiva. Al menos, ella sabe de quién es el semen que se usó para concebirla.
En un caso que recuerda levemente al del llamado Doctor Muerte -el cirujano de la espalda estadounidense que hirió y mató a varios de sus pacientes y fue pasando de hospital a hospital sin que nadie pareciera darse cuenta de lo que hacía y evitara nuevas víctimas-, lo que más llama la atención de la historia de Barwin es todo el tiempo que actuó mientras nuevos pacientes seguían llegando a su clínica.
Porque el historial fraudulento del ginecólogo se remonta a mucho antes de realizar su primera fecundación in vitro y afecta a muchos más campos de su práctica profesional, como descubrió la prensa canadiense a raíz de la investigación de sus diversas demandas.
Cuando Barwin llegó a Canadá en 1973 desde Irlanda, donde estudió Medicina tras viajar desde su Suráfrica natal, fue contratado por el Hospital General de Ottawa para dirigir la clínica de fertilidad de este centro público. Le amparaba una especialización en Ginecología en Reino Unido, pero era requisito indispensable que aprobara el examen para ejercer de ginecólogo en Canadá. Tenía tres años para lograrlo. Jamás lo consiguió.
La edición de 2016 de la maratón de Boston. Gtres
Según el diario The Star, en 1984 dejó el hospital y todavía no tenía permiso para ejercer de ginecólogo en el país, pero al irse a la privada -algo que dijo que hacía por necesidad de libertad- ya nadie se lo volvió a pedir.
Mientras se hacía famoso como el hacedor de milagros en el campo de la fertilidad, el ginecólogo adquirió también notoriedad en otro ámbito. Entusiasta del deporte, en el año 2000 se apuntaba para correr la maraton de Boston, en la categoría senior de entre 60 y 69 años. Y, a pesar de ser una de sus primeras carreras de este tipo, quedó 14 de su grupo con un tiempo impresionante: tres horas y 14 minutos.
Pero un periodista del Ottawa Citizen descubrió que Barwin recibió una carta de los organizadores de la carrera pocos días después de llegar a casa. Desde unos años antes, la famosa maratón había establecido unos sistemas antifraude, colocando cámaras en puntos estratégicos para comprobar la trayectoria de los mejores corredores. ¿Quién no logró demostrar que había pasado por dichos puntos? En efecto, él.
Al periódico declaró primero que debía de haber habido un error; después, que una hernia inguinal le había hecho dejar la carrera, pero que se las había apañado para llegar a la meta y cruzarla con unos amigos "porque le hacía ilusión".
No contento con esta hazaña, Barwin repitió fraude en la maratón de Ottawa un año después. En esta ocasión fue más sencillo. La carrera constaba de dos vueltas y él se incorporó a la meta cuando sus compañeros habían corrido el doble.
Sin embargo, que pasaran desapercibidas estas trampas deportivas no es algo que tenga consecuencias para la salud de nadie. Lo que sí llama la atención es que nadie se percatara de que una pareja de mujeres lesbianas demandaran al especialista en 1995 por exactamente lo mismo de lo que se le acusó decenas de veces después: utilizar el semen de donante que no era.
Loree-Ann Huard y Wanda Cowton lo hicieron, pero no hay detalles del cómo ni el porqué. Entre otras razones, porque el acuerdo extrajudicial al que llegaron con el ginecólogo les impedía hablar con los medios de comunicación.
Sí lo supo el Colegio de Médicos, al que explicó que todo había sido un error y que tomaría medidas para que no se volviera a repetir. Obviamente, no lo hizo.
Rocío Núñez Calonge, doctora en Biología y experta en Reproducción asistida y Bioética, explica a EL ESPAÑOL | Porfolio que es "improbable, pero no imposible" que en España ocurriera un caso similar. El primer motivo son los controles de calidad. Uno de los que está instaurado es nuestro país es un sistema llamado Witness, que controla la trazabilidad de todas las muestras de semen, pero no es el único. Otro sistema es el llamado SIRHA, cuya implantación será obligatoria por decreto, pero que ya utilizan muchas clínicas. Gracias a él, todos los donantes tienen que estar registrados con sus datos biográficos y de salud, aunque anonimizados. También se registran los resultados de las donaciones, de tal manera que siempre se puede saber de quién es hijo biológico un bebé. Por último, explica Núñez, España tiene una característica que hace que sea difícil que se produzca una situación así: la obligación de que la donación sea anónima hace que haya abundancia de donantes. En otros países -en Canadá hay un sistema mixto- las personas que ceden su semen tienen que dar sus datos y se arriesgan a que sus hijos biológicos puedan querer ponerse en contacto con ellos al alcanzar la edad adulta, lo que hace que pocos hombres se animen a la donación. "La parte incontrolable es que exista una persona como el doctor Barwin, con un ego descomunal, que lo que hace es utilizar su propio semen para realizar estas técnicas", concluye la experta.