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“Algo malo le está pasando a mi mamá”: el terror de los hijos y el dramático testimonio de una víctima de violencia

Creo que algo malo le está pasando a mi mamá, deberíamos volver”. E. pidió regresar a su casa, de donde salió a las apuradas con la niñera y su hermanito mientras su papá lastimaba a su mamá. Otra vez, correr hacia la plaza. No para jugar, ni para conocer a otras nenas con quienes poder ser nena al aire libre. Correr hacia la plaza para escapar, para alejarse de los gritos que tanto asustan. Correr hacia la plaza para estar a salvo. Pero sabiendo que mamá quedó en la casa, en peligro. Otra vez.

¿Se puede pensar que dos criaturas de cinco y tres años que ven cómo su papá estrella contra los muebles a su mamá y la arrastra de los pelos hasta el cuarto de guardado son solo testigos de malos tratos? ¿Logramos siquiera imaginar cómo esas cabecitas procesan crecer en semejante clima de terror? ¿No aprendimos ya que la violencia no siempre adopta la forma de un puño?

E. y F. esperan la autorización del Juzgado de Familia número 1 de Tigre, a cargo de Sandra Fabiana Veloso, para poder viajar a Chile a empezar una nueva vida. Su mamá, Sade Hugo, es chilena y allá los esperan abuelas, tías, tíos, primas, primos, una enorme red de contención y ternura lista para zurcir las heridas. Esas que aunque no se imprimieron sobre sus cuerpitos, marcan igual. Duelen un montón.

En Argentina, su papá está preso por amenazas, con excarcelación revocada y condena a un año y ocho meses. Tampoco reciben cuota alimentaria y se quedaron sin matrícula en el jardín de infantes del St. Andrew’s Scots School, luego del último revire virulento de su papá en la puerta de la institución.

¿A cuánto más van a obligarlos? ¿Cuándo se toca fondo?

Lobo suelto

Sade conoció al progenitor de sus hijos a los 21 años. Estaba de viaje por trabajo en Buenos Aires camino a Nueva York, tomándole el gustito a una carrera como modelo que se proyectaba internacional.

“Nos cruzamos en un restaurante. Nos vimos, como que nos flechamos. Después me buscó por Facebook. Llegó a mi nombre porque me vio en una publicidad y propuso encontrarnos, pero yo había viajado a Estados Unidos. Me siguió escribiendo durante meses. Me decía que era la mujer de sus sueños, que quería cruzar el tren de Siberia conmigo. Era súper romántico y soñador. Hasta que un día se presentó en el DF, Ciudad de México, donde yo estaba trabajando. Cuando lo conocí me encantó. Me pareció un tipo súper viajado, inteligente, apasionado. Sumamente seguro de sí mismo. Me `ganaba´ por 12 años. Allí nació nuestra historia de amor. Una historia que pintaba mágica”.

Sade mira con ojos profundos. Muy celestes. Pero como atendiendo a algo que sucede en otro universo. Perdida entre los recuerdos de los primeros cosquilleos, la obnubilación por ese varón encantado que rápidamente se convirtió en calabaza.

“Decidimos volver a Argentina y quedé embarazada. Era jovencita. Tenía 22 años y muchísimo miedo. Fue difícil aquella etapa porque estaba en el mejor momento de mi carrera profesional. Tenía contrato para ir a Milán, que era un sueño para mí, y se rompió. Pero yo siempre había querido formar una familia y me atreví a formarla con él”.

La beba nació en Argentina y a los seis meses decidieron radicarse en Chile.

“En Chile empezó con un consumo problemático de alcohol y a ponerse violento. Celos, comentarios, control, mucho control. Quizás en ese momento no era alarmante para mí. Ahora me doy cuenta de que hubo señales de cosas que no daban. Lo que pasa es yo estaba… no sé cómo explicarlo. Siento que una de las cosas más profundas que me hizo en esta relación fue destruir mi autoestima. Usó tanta manipulación conmigo. Decía que mi trabajo era una mierda, mi familia una mierda, mis amigas. Mi autoestima se quebró. Poco a poco fui perdiendo la autoridad de mi vida”.

Con un año y ocho meses de diferencia nació el segundo hijo de la pareja. Sonó bonito, entonces, mudarse a un caserón, con jardín, mucho espacio y a distancia de la trama de apoyos de Sade.

“Nos fuimos a una casa grande porque decía que los niños se merecían una casa `más de familia´. Era como un barrio cerrado y quedé allá. Al tiempo aprendí a manejar e inmediatamente instaló un GPS en el auto, y cada vez que iba a algún sitio o hacía algo que no le gustaba cortaba la corriente del auto. En paralelo empezó a destruir los vínculos con mis amigas y a hostigar con mensajes violentos las campañas de modelo que hacía. Yo trabajo con mi imagen, con lo que proyecto y comunico, es fácil hacerme daño de esa manera. Me fui quedando cada vez más sola en la casa”.

Una noche de litros y litros de alcohol, Sade tuvo que pedir cobijo a una vecina con el niño más pequeño a upa y la otra apenas en andas. Su marido la había echado después de una paliza que incluyó encierros y patadas en el piso. Al otro día se animó a denunciar. Como respuesta le permitieron volver al hogar.

“Tras ese episodio la relación se quebró y él decidió viajar a Buenos Aires. Terminamos. Yo me quedé con mis hijos en Chile. Sentía que había dado varios pasos firmes. Me puse a trabajar y estaba por alquilar un departamento cuando volvió a buscarme. Dijo que iba a ser diferente. La verdad es que físicamente daba la sensación de que había cambiado, que había buscado algún tipo de ayuda. Le creí. Me dijo `tenemos hijos tan chiquitos´... y yo siempre quise una familia. Por amor a mi familia pensé `lo intento mil veces si hay que hacerlo´”.

La etapa reformista tendría lugar en Argentina, por eso se instalaron todos de nuevo en Buenos Aires poquito antes del brote de Covid. Pero a esta altura sabemos que el príncipe azul destiñe y la luna de miel empalaga cuando simula falsa calma. Así es que a los dos meses la violencia reinició el ciclo.

Por consejo de una amiga, Sade se contactó con la abogada Verónica Carotta y dieron curso a una seguidilla de denuncias que expulsaron al violento del hogar. Ante la insistencia de la agresión, terminó preso.

Sin embargo, nada es lineal ni automático ni obvio ni fácil cuando se soportan violencias. Cual laberinto de Creta, se necesita mucho más que el hilo de Ariadna para encontrar la salida que aleje de la bestia. Y porque empoderarse implica también lograr apropiarse de las vulnerabilidades. Juntar los pedacitos en que nos convertimos después del trabajo fino que nos convenció de que solas no podemos, que no servimos, que no importamos, que ni se nos ocurra.

“Los chicos volvieron al colegio, estábamos rehaciendo nuestras vidas cuando él se comunicó desde la cárcel. Me pidió que lo fuera a ver a donde estaba detenido. Fui y me dio muchísima pena. Me sentí culpable. Sentí que si quizás hubiera podido hacer las cosas distintas… no sé. Me eché la culpa y retiré las denuncias para que pudiera salir. Sentía que tenía que ser la salvadora del padre de mis hijos y creí que él iba a estar diferente. Por lo que había vivido pensaba de todo corazón y de toda fe que de verdad iba a ser diferente”.

El volantazo de Sade otorgó una morigeración de la pena y habilitó el arresto domiciliario en octubre de 2021. Lejos de descomprimir, la escena recuerda los minutos previos a un tsunami. Cuando el mar finge retirarse manso de la costa, deslizarse hacia atrás y descubrir kilómetros de playa, para reaparecer con la ferocidad de un tren de olas gigantes que arrasa con lo que se cruza en el camino.

El 4 de diciembre E. y F. tuvieron que “escapar” a la plaza con la niñera ante una nueva golpiza a su mamá, y el 10 de diciembre el acto del kínder terminó con el progenitor nuevamente detenido tras tumbar con su Jeep 4x4 la barrera de ingreso al colegio.

Dr. Jekyll y Mr. Hyde

¿Puede un varón que golpea a su esposa ser un buen papá? Que los mamporros y humillaciones sucedan frente a los hijos en común ¿no menoscaba ni un poquito la imagen del padre ejemplar? ¿Si los chicos están libres de chichones alcanza para dar rienda suelta al show de la paternidad amorosa?

En diálogo con Infobae se posiciona el médico psiquiatra Enrique Stola: “Cuando los niños y niñas escuchan y observan que su padre se dirige agresivamente ─con gestos, insultos o golpes─ contra la madre viven un terrible sufrimiento. En primer lugar porque ven que el ser que aman, su madre, está siendo agredida. Lo segundo es que tienen miedo de que esa violencia se dispare contra ellos en cualquier momento. Es decir, no es cierto que la violencia no tenga consecuencias para la infancia aun cuando los chicos no reciban directamente agresiones físicas. De hecho, distintos estudios muestran altos porcentajes de estrés postraumático, depresión, trastornos del estado de ánimo y problemas de conducta entre quienes están en hogares donde se ejerce violencia machista. Se registra también una sobreadaptación a los deseos paternos porque prima el miedo a la figura del padre”.

El informe “Violencia sexual y basada en género: mapa de ruta para su prevención y atención en América Latina y el Caribe” recientemente publicado por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) confirma que existe una alta transmisión intergeneracional de la violencia. Las niñas que presenciaron violencia contra sus madres tienen el doble de probabilidad de ser víctimas de violencia en sus hogares y los niños tienen seis veces mayor riesgo de abusar de su pareja cuando son adultos. Por otro lado, y en línea con Stola, el BID detalla que los factores de riesgo para niños que han experimentado violencia engloban la tolerancia a esta y no procurar ayuda al sufrirla, depresión, baja autoestima y ansiedad, y múltiples formas de perpetuación de la violencia o la victimización en la edad adulta.

Tras años al frente de la ONG Red por la Infancia, Paula Wachter propone cambiar la manera de conceptualizar para echar tierra a mitos arraigados en el imaginario social: “Hay que modificar el paradigma de que los niños son testigos de violencia conyugal. Eso no existe. Los chicos no están viendo una película, están viendo cómo papá ejerce violencia contra mamá. No son testigos imparciales. Sufren. De mínima les instalan modos de relacionarse no saludables y de máxima presencian el femicidio de su madre. Ellos y ellas son víctimas de una misma violencia que sienten, que perciben y que los atraviesa. Especialmente, atraviesa su forma de ver el mundo. El estereotipo del varón violento con la mujer pero buen padre lo que hace es atrapar a las mujeres y a los niños en el entramado de las violencias, y permite que se perpetúen. Si le sumamos los tiempos de respuesta judicial, que no se condicen jamás con los tiempos de respuesta de las personas, se genera mayor vulnerabilidad y violencia institucional. Con maniobras dilatorias se tardan años y las violencias se cronifican”.

Paternidad en default

Parapetarse detrás de una supuesta preocupación entrañable hacia sus hijos e hijas es un déjà vu entre los violentos. A la par, suelen eludir cualquier tipo de responsabilidad económica. Puntualmente, el papá de E. y F. carga con una sentencia por no pagar alimentos desde hace casi dos años.

“Iniciamos una ejecución de sentencia por alimentos provisorios atrasados que hace un año espera resolución en la Cámara de Apelaciones. En todos los procesos de familia, lo único que hizo la ex pareja de Sade a través de su letrado apoderado fue dilatar, entorpecer, solicitar nulidades. El objetivo es desgastar a Sade y a sus hijos con un proceso judicial largo, engorroso, que afecta específicamente la situación económica de los chicos porque desde marzo de 2020 a la fecha no recibieron ni un peso de su padre”, explica la abogada Verónica Carotta.

El incumplimiento de cuota alimentaria es un delito penal desde 1950, tipificado en la ley 13.944. Prevé una pena de prisión de un mes a dos años o multa de setecientos cincuenta pesos a veinticinco mil pesos. El nuevo Código Civil y Comercial, asimismo, estableció la obligación de asistir económicamente a hijos e hijas hasta los 21 años.

“El no pago de alimentos para los(as) hijos(as) no convivientes es un fenómeno de género muy extendido. La mayoría de los deudores alimentantes son varones, la mayoría de las acreedoras son las madres que conviven con sus hijos(as) y que demandan en representación de estos(as). Es importante destacar que no cumplir con los deberes alimentarios constituye una violencia hacia los hijos y una cuestión ética intolerable, además de una violación a los derechos humanos como lo dice nuestro corpus jurídico. Se trata igualmente de violencia de género económico patrimonial, establecida por el juego de la Ley 26.485 y el decreto reglamentario 1011/2010″. Quien pone blanco sobre negro es la abogada y doctora en políticas sociales Claudia Hasanbegovic.

Y continúa: “Cuando el Estado no garantiza el pago de alimentos, ni hace lo que está a su alcance para remover obstáculos legislativos, sociales, administrativos o de prácticas judiciales que impiden el acceso a derechos, no solamente es cómplice de la violencia masculina patrimonial contra la mujer sino que viola los derechos humanos de estas familias monomarentales. Su accionar constituye violencia institucional y hace incurrir al Estado en Responsabilidad Internacional Estatal”.

Sade, su hija y su hijo esperan el permiso de una jueza de Argentina para poder radicarse en Chile. No intentan perderse en el mundo, desean comenzar a contar nuevos relatos. Iniciar el ciclo lectivo, desempolvar sueños profesionales, reemplazar griteríos por melodías suavecitas, amenazas firmes por abrazos esponjosos. Apartados del miedo que manda, del miedo que acecha y que obliga a vivir en riesgo. Sade, su hija y su hijo merecen esta oportunidad. Otra más. Las que hagan falta.

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