“Nos enteramos de la noticia por el telediario de las tres de la tarde. Abrieron con la noticia: ‘Ha habido un asesinato en Madrid. Ha muerto un estudiante a manos de la extrema derecha, Arturo Ruiz García’”. Manuel Ruiz, su hermano, recuerda con nitidez aquellos instantes iniciales “hasta que todo se vuelve una nebulosa”. Arturo tenía 19 años cuando dos tiros por la espalda le segaron la vida. Su muerte inauguró la semana trágica de Madrid, siete días en los que también se produjo la matanza de los abogados de Atocha. La persecución judicial de los verdugos, repleta de sombras, sigue pesando hoy en la familia.
“Ni la policía ni la judicatura han hecho nada por localizar a los asesinos”, declara a El Independiente Manuel, el hermano que, 45 años después, lidera la búsqueda de respuestas. Dos personas vinculadas a la extrema derecha fueron identificadas como autor y cómplice del homicidio, acaecido el 23 de enero de 1977 entre las calles Estrella y Silva de Madrid, detrás de la Gran Vía, durante una manifestación pro-amnistía: el argentino Jorge Cesarsky Goldstein y el español José Ignacio Fernández Guaza. Fue Cesarsky, de 50 años, quien entregó la pistola a Fernández Guaza, de 29 años, con la que el joven, militante de Guerrilleros de Cristo Rey, terminó disparando contra Arturo. Era mediodía y la proclama “Viva Cristo Rey” acompañó el plomo.
Ambos eran conocidos en los círculos de la extrema derecha, entre grupos como Fuerza Nueva o la Triple A, y presumían de sus conexiones con las fuerzas de seguridad. El argentino, agente de seguros, captaba a sus clientes en las comisarías. El español, según su entorno, hacía trabajos para la Guardia Civil. Cesarsky fue juzgado y condenado a seis años de cárcel por terrorismo y tenencia ilícita de armas. Apenas cumplió 10 meses. El rastro de Fernández Guaza se desvaneció el día después del asesinato, en un episodio que parece calcado al de Fernando Lerdo de Tejada, uno de los autores de la matanza de los abogados de Atocha, aún hoy en paradero desconocido.
Su óbito quedó eclipsado por la matanza perpetrada por un comando ultraderechista la noche del 24 de enero de 1977. Cinco abogados laboralistas del Partido Comunista de España (PCE) y Comisiones Obreras fueron asesinados. Fue un terremoto en plena Transición, que hizo tambalear la mudanza. Para entonces, la familia de Arturo vivía entre tinieblas. “La matanza de Atocha ensombreció todo lo que había alrededor pero no quiero que se entienda que estoy dolido”, replica Manuel. “Ellos han mantenido la memoria viva. Mi familia ha estado mucho tiempo callada. No cerramos el luto. Algunos de mis hermanos lo siguen sin cerrar todavía porque resultó muy traumático”.
“Ahora, cuando ocurre cualquier cosa de éstas, ponen a un equipo de psicólogos al servicio de la familia. A nosotros no sólo no nos pusieron psicólogos, sino que nos hicieron lo contrario. Al abogado que teníamos, Juan Ignacio Ortiz de Urbina, le llamaban por la noche y le decían que si seguía investigando acabaría como los de Atocha”, evoca. La familia enterró a Arturo en la más estricta intimidad en el cementerio de Fuencarral. Durante los años siguientes, mientras el país caminaba hacia la recuperación de la democracia, los parientes de Arturo trataron de digerir el dolor. “Durante años todos los jueves acompañaba a mis padres al cementerio para llevarle un ramo de claveles rojos”, recuerda.
Manuel nos recibe no lejos del camposanto donde una vez reposaron los restos de Arturo, trasladados más tarde a Granada. En el distrito de Fuencarral-El Pardo unas instalaciones deportivas municipales llevan desde 2019 el nombre de su hermano. En sus confines un grafiti reproduce su rostro, el de una de sus últimas fotografías. “Le conocían por su pelo a lo afro”, comenta su hermano. “Durante 39 años, mis compañeros de trabajos no supieron nada. Lo mantuve como algo personal porque me dolía mucho. Me llevaba un año con mi hermano. Dormíamos juntos, hicimos la comunión juntos, fuimos al mismo instituto en Granada…”, relata.
“Durante muchos años no pude ver los programas con motivo del aniversario. Tampoco he visto la película ‘Siete días de enero’ [dirigida por Juan Antonio Bardem]. Entendí muchos años después que esto no tengo por qué olvidarlo, porque primero mi hermano no se lo merece y segundo porque no es de justicia”, señala. “Yo no quería hacer sufrir a mi madre, la única que mantuvo el tipo cuando murió Arturo. Nos consolaba a todos. Era una mujer impresionante. En sus últimos años, de tanto aguantar, terminó mal de la cabeza porque era una olla a presión”, agrega. “Con mi madre jamás volví a hablar del caso de mi hermano. La última fue el día que él murió”. Tras su fallecimiento, en 1997, la familia trató sin éxito de reabrir el caso.
José Ignacio Fernández Guaza. Fue el autor del asesinato de Arturo. En el sumario de la instrucción, el juez Rafael Estévez establece que «Jorge Cesarsky utilizó el día de los sucesos una pistola con la que realizó un disparo, siéndole luego arrebatada el arma por José Ignacio Fernández Guaza, quien de forma inmediata la usó para realizar a su vez dos disparos más, que se presumen fueron los que causaron la muerte de Arturo». Fernández Guaza recibía los motes de «El Frutero» o «El Posturas». Además de sus trabajos para la Guardia Civil, estaba implicado en redes de prostitución. La investigación dirigió sus pasos al País Vasco, donde debió hallar la complicidad de agentes de las fuerzas de seguridad. La familia de Arturo reclamó sin éxito que se intervinieran los teléfonos de los parientes de Fernández Guaza ante la sospecha de que mantenía contacto con ellos.
Jorge Cesarsky. Este argentino, que tenía por aquel entonces 50 años, era bien conocido en los círculos policiales de la época. Vendía seguros de Sanitas a los agentes. Había llegado a España en 1965 y pertenecía al grupo paramilitar Alianza Anticomunista Argentina Triple A. Fue puesto en libertad provisional en febrero de 1979 y, como recuerda con amargura Manuel, visitó los platós de televisión negando su responsabilidad en el asesinato de Arturo. Fue condenado a 6 años por delito de terrorismo y tenencia ilícita de armas. Manuel subraya precisamente que el juez que asumió el caso ytrasladó de cárcel a Cesarsky fue el del juzgado de instrucción número uno,Rafael Gómez-Chaparro, que también estuvo al frente del caso de la matanza de Atocha.
La investigación reunió a una docena de testigos. Pero no sirvió para dar caza al autor de los disparos. Fue, en cambio, la matanza de los abogados el primer juicio que sentó en el banquillo y condenó a la extrema derecha. Algunos de susresponsables también conocieron la huida. Carlos García Juliá, condenado a un total de 193 años, escapó a Brasil en 1994 y fue extraditado a España en 2020. Fernando Lerdo de Tejada, otro de los implicados, se halla en paradero desconocido. Se dio a la fuga en abril de 1979 al otorgársele un permiso de semana santa y no han trascendido noticias de él desde entonces.
A juicio de Manuel, hubo un plan preestablecido. “Y si no lo había se le parecía mucho porque siempre iban a por los mismos y eran los mismos. O eran Guerrilleros de Cristo Rey o miembros de la policía”, arguye uno de los principales rostros de la querella argentina contra Rodolfo Martín Villa, por aquel entonces ministro de Gobernación y a quien Manuel considera responsable político de los sucesos de aquel 23 de enero. “A mí me gustaría charlar con Martín Villa. No quiero que vaya a la cárcel sino que cuente cosas que probablemente sepa. A las semanas se legalizó el PCE. Las cosas no son inconexas y me gustaría saber si no investigar este tipo de crímenes formó parte de la negociación que se hizo con la izquierda”, detalla.
“Felipe González dice que somos nosotros, los querellantes, los delincuentes. Lo dice alguien que en su día se llamó socialista y al que le legalizaron su partido pocos días después de morir mi hermano”, asevera. “Si la democracia soporta una prueba de paternidad, algunos se van a llevar muchos chascos porque los padres de democracia no son el Rey emérito ni González. Son Arturo, Mari Luz Nájera [falleció al día siguiente por el impacto de un bote de humo que le destrozó el cráneo en la manifestación de repulsa por la muerte de Arturo], los abogados de Atocha y la gente que se dejó la vida”.
El crimen de su hermano quedó impune, como otros tantos del tardofranquismo, enredados en la neblina de las viejas lealtades de los cuerpos de seguridad y los deseos de muchos de pasar página a toda costa. “La democracia española tiene una deuda con mi hermano y con los que quedaron en el camino”, opina Manuel. “Si esto hubiera ocurrido en otro país se les hubiera considerado unos héroes. Aquí, si lo haces, parece que estás denostando a los que se denominan padres y héroes y que el tiempo nos está demostrando que llegaron a la política para enriquecerse y medrar”. Un adeudo que suscribe Paca Sauquillo, hermana de uno de los abogados caídos en el bufete del número 55 de la calle Atocha. “Los asesinatos de esa semana fueron los que avanzaron en la legalización de algunos partidos y en la democracia. Todo lo que sea reconocimiento a las víctimas es una obligación”.
“Lo que queda por saber es por qué se produjo esa semana. Desde el punto de vista político, por qué no se controló lo que estaba sucediendo. Habría que conocer qué situación había en ese momento en el ministerio de Gobernación. Fueron demasiados hechos”, enumera Sauquillo. “Existían, además, elementos fascistas italianos que estaban aquí en Madrid. Falta analizar las causas”, sugiere. Manuel también apuesta por arrojar luz sobre lo que quedó en zona de sombra. “Los pistoleros tendrían mucha ideología, pero nadie coge una pistola y se va a masacrar a una gente si no tiene unas consignas y un fin”.
Elaborado el luto, el hermano de Arturo admite que los familiares de quienes murieron a manos de los que se resistían a dejar atrás la dictadura franquista son “incómodos para todos”. “Para unos es un recordatorio de que actuaron mal y para otros es un recordatorio de que están actuando mal”, apunta. En el momento de los disparos y de su muerte casi inmediata, Arturo Ruiz guardaba en sus bolsillos 75 pesetas, una foto tamaño carné de una chica y un llavero con los retratos de los hermanos Kennedy.
En el segundo aniversario de su muerte, su padre escribió en el reverso de uno de sus retratos en blanco y negro: «Las armas no borrarán tu sonrisa». A Manuel le gusta imaginar cómo hubiera sido el futuro de aquel joven de 19 años si no se lo hubieran arrebatado. “Hubiera sido un buen abogado. Mi madre siempre le decía que era un abogado de pleitos pobres, de esos letrados que no se comen una rosca”, dice con emoción. “Mi hermano es víctima básicamente de la extrema derecha y, en segundo lugar, de la izquierda desmemoriada”.